EL TREN
El País
Recientemente he realizado un viaje en tren de Barcelona a Gerona. No se trata, sin duda, de nada especial, ni de ninguna proeza. Pero aporto a esta columna tal circunstancia por tratarse en mi caso de un hecho singular, excepcional.
Es decir, este viaje era mi primer viaje en tren desde hace por lo menos quince años.
Acompañaba en el trayecto a Mercè Sala, presidenta de Renfe que se desplazaba a mi ciudad para inaugurar un aparcamiento instalado en terrenos propiedad de la compañía. O sea que ni siquiera se trataba de un viaje convencional.
Mis compañeros de viaje ponderaban las ventajas del ferrocarril y desmenuzaban las cifras de viajeros de toda la compañía, del AVE, de los trenes de cercanías, de la línea de Barcelona a Port-Bou, o incluso analizaban el nivel de ocupación aquel día y otros días de aquel convoy concreto en el que viajábamos.
Confieso que algunos dedicamos una parte del trayecto a comentar los aspectos más recientes de la situación política en Cataluña y más concretamente cuestiones internas relacionadas con el inminente Congreso del PSC.
Pero la práctica novedad de mi experiencia me llevó a otro tipo de reflexiones. Algunas centradas en el propio medio de transporte. Las ventajas sobre el coche, la comodidad del desplazamiento, la rapidez, la centralidad de las estaciones, la oportunidad de trabajar, leer, descansar o ensimismarse absorto en el paisaje.
Si, como dicen, la puntualidad es cada vez más la norma y la modernización de las unidades una evidencia parcial, creo que cuando culmine todo el proceso, Gerona se situará en un radio de Barcelona casi equiparable al concepto de cercanías. Pero para ello hace falta todavía más puntualidad, mayores frecuencias y mejores horarios.
Aunque el tema de conversación era atractivo no pude sustraerme a la cautivación del paisaje.
Un paisaje, todo hay que decirlo, algo peculiar. Porque hay dos paisajes. Uno en segundo plano, en el horizonte que la mayoría de las veces fascina. Y otro en primer plano, a corta distancia, donde caen los ojos cuando se cansan de mirar en la lejanía.
Y es entonces cuando aparece en toda su crudeza un paisaje peculiar, ingrato, desordenado, sucio. En el ámbito urbano se apoyan casi sobre el mismo borde de la vía restos de barraquismo, pintadas, vertederos, almacenes de desguace. Y a medida que el tren se aleja del entorno de Barcelona cambian los objetos y su densidad pero no cambia en muchos casos su contenido. Aquí y allá el borde de la via sirve de almacén trasero, donde se amontona en desorden todo lo que no queremos enseñar de cara a la calle.
Un recorrido en tren puede ser a menudo un viaje por las vergüenzas ajenas, un largo recorrido por todo aquello que sobra y no queremos enseñar. El amontonamiento que se percibe es de todo aquello que hemos querido sustraer a la vista ordinaria de nuestros vecinos.
Pero el tren tiene ojos, miles de ojos, y nos acerca a un paisaje de una Cataluña más degradada que de ordinario, una Cataluña que podria ser objeto de un concurso de redacción o mejor de alguna iniciativa concertada entre RENFE, los municipios y el Departament de Medi Ambient para su regulación inmediata.