EN LA MUERTE DE MIQUEL OLIVA PRAT
Destino núm 1.935
Cuando aún no nos habíamos repuesto de la sorpresa causada por la muerte de Pere Bosch Gimpera, que por su prolongado alejamiento físico nos había llegado a dar la impresión de no envejecer, se produce la aún más incomprensible y sorprendente muerte de Miquel Oliva Prat, víctima del peor y más absurdo cáncer de nuestro tiempo: la circulación. Con ésta, la larga nómina de figuras de la historiografía gerundense fallecidas prematuramente se ve incrementada una vez más. Hoy, no sólo las gentes, también las piedras de las comarcas gerundenses están de luto.
Mis recuerdos de Miquel Oliva se remontan a mis años de infancia. Eran unos momentos de una Gerona entrañable en la que toda o casi toda la vida estudiantil se concentraba en los alrededores del barrio de la catedral, cuando la masificación y modernización de la enseñanza no habían obligado a ninguno de los principales centros docentes de la ciudad a trasladarse hacia las Pedreres o la orilla izquierda del Onyar. Como un tributo a una Gerona repleta de historia de siglos pasados, el barrio antiguo se convertía día a día en un hervidero de estudiantes que iniciaban su peregrinaje hacia la plaza de la Catedral por las calles empinadas y estrechas del antiguo barrio judío. Eran los momentos en que cuando nos ausentábamos de clase podíamos tumbarnos tranquilamente en el césped del paseo Arqueológico o íbamos a comer pan tierno por el valle de Sant Daniel. Era aquella Gerona en que todavía el Seminario Conciliar –o preconciliar, mejor- estaba lleno a rebosar y cada jueves los casi trescientos seminaristas, disciplinadamente aparejados, con sotana y faja roja o azul, se dirigían hacia las afueras de la ciudad en busca de un poco de esparcimiento.
Cada mañana, cuando salía de mi casa, en uno de los mejores rincones de la Gerona romántica, me dirigía al Instituto, sito en la calle de la Forca, pasando por la Subida del Rey don Martín y el portal de Sobreportes. Miquel Oliva ya había llegado al Museo de Sant Pere de Galligans y su deambular nervioso entre las piedras milenarias había llamado siempre mi atención; Oliva era protagonista principal de aquel pequeño mundo mío centrado en la plaza de Santa Llúcia que siempre había tenido como uno de sus principales alicientes las obras de restauración que continuamente se llevaban a cabo en el magnífico cenobio benedictino. Mi pequeño campo de observación era, en definitiva, punto de mira excepcional para seguir los pasos de las preocupaciones, anhelos y alegrías de Miquel Oliva, que por unos días a partir del momento en que se empezó a celebrar la exposición de flores se convertían en preocupada crispación ante el riesgo de que cualquiera de las piezas del museo pudiera salir algo “tocada”.
Después, al llevarme la vida también por los caminos de la historia, he podido apreciar y valorar mejor el inmenso esfuerzo a qué se libraba cotidianamente Miquel Oliva desde los primeros años de la década de los cuarenta y que yo sólo había podido apreciar en una muy pequeña parte con los ojos curiosos de la infancia, aunque con la ventaja de seguirle de cerca sus pasos cuando se acercaba por lo que en aquel entonces era el cuartel general de la arqueología y prehistoria gerundenses, al cual llegaban misteriosas e incomprensibles cajas llenas de materiales cerámicos procedentes de las excavaciones y que yo podía observar de cerca cuando, de vez en cuando, me decidía a pasearme un rato por los claustros de Sant Pere.
No podemos entrar ahora en el análisis pormenorizado de la obra científica de Miquel Oliva, que se ha plasmado en una abrumadora bibliografía que algún día convendrá inventariar y ordenar para una bibliografía seria, ya que él publicaba tanto en revistas locales como en las especializadas en arqueología, en las que le habían dado entrada generosa sus maestros –casi padres, diría yo- Lluís Pericot y Joan Maluquer de Motes. Cuando tengamos este inventario de la obra de Oliva, un simple repaso a sus cientos de títulos bastará para calibrar la “quijotesca” labor de una sola persona en pro de la Arqueología y las Bellas Artes gerundenses. Ahora sólo podemos destacar los principales aspectos de su actuación.
Desde que terminó sus estudios, Oliva optó por quedarse en Gerona, donde contó desde 1943, fecha en qué comenzó a trabajar en el Museo Provincial, con la confianza de la Excelentísima Diputación Provincial. Y su presencia y actuación se hizo tan imprescindible que poco a poco, con responsabilidad y eficacia, se fue haciendo cargo de las principales tareas arqueológicas y artísticas que dependían de la corporación provincial a través del servicio de restauraciones, excavaciones y de conservación de monumentos. Fue además delegado provincial de Bellas Artes, director interino del Museo de Gerona, miembro de la Comisión del Patrimonio Histórico-Artístico, jurado de los premios provinciales de Bellas Artes y profesor de la Universidad de Barcelona y del Colegio Universitario de Gerona. De todos estos cargos y actividades, que pudo desempeñar con eficacia gracias a su extraordinario conocimiento de los rincones más inaccesibles de la provincia y de sus piedras milenarias, debemos destacar dos facetas principales: su labora de defensa del patrimonio histórico-artístico y la dirección de las excavaciones de Ullastret.
En el primer aspecto, Oliva sentía por todas y cada una de las muestras de nuestras civilizaciones pretéritas un respeto y una veneración que le llevaron a defender todos los vestigios de las mismas a capa y espada. En una sociedad dominada por los valores materiales y lanzada por la pendiente de la especulación desenfrenada, Oliva alzaba su voz autoritaria e interponía a todos los abusos su actuación bondadosa y respetada para evitar de este modo la destrucción del patrimonio artístico provincial. Acudía, si ello era preciso, a la Guardia Civil o a las autoridades locales, y frente a la irresponsabilidad de los desaprensivos oponía siempre el arma del entusiasmo, que contagiaba a todos los que colaboraban con él o a los que encargaba la custodia de algún yacimiento determinado. Paraba obras, corregía alineaciones, protegía las zonas de hipotéticos yacimientos y acudía siempre en seguida a cualquier parte donde se desenterrasen los más pequeños indicios arqueológicos. Llegaba incluso a convencer a los propietarios de edificios de solera para que le permitieran realizar catas en busca de unos restos más remotos, como hiciera con la casa Pastors –Palacio de Justicia- o la Fontana d’Or.
Por lo que respecta a Ullastret, poco podemos añadir a todo cuanto se ha venido repitiendo incluso desde estas mismas páginas y por plumas mucho más ilustres. Digamos sólo que el actual yacimiento, de una importancia excepcional, nació y creció de la mano de Oliva, quien nos ofreció en su voluminosa tesis doctoral todo el material que iba poniendo al descubierto. No llegó a tiempo, en cambio, de ofrecernos la adecuada elaboración de estos materiales de forma que resultaran aptos en un contexto más general.
De todo lo cual se desprende una lección esencial: la figura del doctor Oliva, entregada y abnegada, es y será insustituible. Conclusión con la que todo el mundo coincide y que plantea serios problemas organizativos a la Diputación Provincial. La responsabilidad que en su día asumiera, por las razones que sean, un solo hombre tendrán que asumirla ahora, inevitablemente, un equipo de profesionales que, de forma colegiada, se distribuyan, según su especialidad, los múltiple terrenos en qué Oliva había intervenido, y dirijan de igual manera los destinos del patrimonio artístico provincial. Si la Diputación tiene dinero, y de eso no dudamos, y sigue en su empeño de salvaguardar nuestro patrimonio artístico, tiene la obligación moral de continuar con seriedad y espíritu científico, la labora que con tanta responsabilidad ejerció este enamorado de las piedras que fue Miquel Oliva i Prat. Porqué no me cabe la menor duda que la agotadora y variadísima labor a qué se vio obligado Miquel Oliva fue la única razón que le impidiera ofrecernos el libro maduro y definitivo que todos esperábamos: el gran libro de Ullastret.
(Aquest article forma part del recull Vides amb nom. Girona, CCG Edicions, 2005. pàg. 29-33)